Viviendo el duelo siendo psicóloga
- Jazmin Segovia Giménez
- 19 ago
- 3 Min. de lectura

Hoy se cumple un año del último desayuno que compartí físicamente con mi papá, a quien cariñosamente llamábamos Toto, su apodo desde pequeño. Esa mañana cruzamos pocas palabras, pero sí nos expresamos lo mucho que nos amábamos. Ese instante, compartido además con mi hermano menor, fue sublime, único, y lo guardo como un tesoro en mi memoria.
Transitar este proceso de su ausencia me ha costado y me sigue costando, porque mi papá era mi compañero en muchas cosas cotidianas. Al mismo tiempo, me tocó acompañar a muchos de mis pacientes —personas que con confianza me eligieron como su terapeuta— en medio de situaciones complejas.
Ahí apareció uno de los mayores desafíos: ser psicóloga, ser humana y, sobre todo, aceptar que no soy perfecta. Existe un estigma fuerte: la creencia de que, por ser profesional de la salud mental, “tenemos que estar siempre bien”, como si no tuviéramos derecho a quebrarnos. Sin embargo, este año me enseñó que incluso con todas las herramientas que aprendí y enseño, sigo siendo una persona que siente, que sufre, que atraviesa silencios y que también necesita apoyo.
Ser profesional en salud mental tiene ventajas, porque contamos con recursos que podemos aplicar en nuestra propia vida. Tener herramientas me ayudó a sostenerme, pero no me evitó el dolor. Porque el duelo no se trata de eliminar lo que sentimos, sino de aprender a caminar con ello. Y ahí entendí que las técnicas no son un escudo que nos aísla del sufrimiento, sino un apoyo para transitarlo de manera más compasiva.
Mi duelo fue, en gran parte, silencioso: acompañado de lágrimas, cansancio, momentos de vacío y poca motivación. En medio de esa vulnerabilidad, la compañía de mi familia y de unos pocos —contados con los dedos— amigos fue lo que me permitió empezar, poco a poco, a sostenerme y abrirme nuevamente al compartir.
El duelo de una psicóloga tiene un matiz particular: muchos asumen que no necesitamos de los demás, que “ya sabemos qué hacer”, o que si no hablamos en los encuentros sociales del tema es porque lo tenemos superado. La realidad es otra: seguimos siendo hijas, seguimos siendo humanas, y también necesitamos espacios seguros donde mostrarnos frágiles.
Hoy, mirando hacia atrás, abrazo la certeza de que este proceso me ha hecho más fuerte, más empática y más cercana. No desde el rol de la psicóloga que “tiene todas las respuestas”, sino desde la mujer que perdió a su papá y aprendió que sanar también significa permitirse ser acompañada.
En la terapia de aceptación y compromiso solemos decir que el dolor es como una mochila que no podemos soltar, pero sí podemos elegir hacia dónde caminar con ella. Yo sigo llevando la mochila de la ausencia de mi papá, y aunque pesa, también me recuerda el amor que compartimos. Lo importante no es deshacerse del dolor, sino seguir avanzando hacia aquello que da sentido y conecta con nuestros valores.
Quiero dejar una reflexión final: validar y compartir las emociones es un acto de humanidad, sin importar si sos psicólogo o no. Aceptar que sentimos dolor, tristeza o vulnerabilidad no nos hace débiles, nos hace auténticos. Porque el duelo, como la vida, se transita mejor cuando no lo caminamos en soledad.
Comparto además estas palabras de mi papá, que siempre llevo conmigo:
“Siempre es importante hacer un cero en la vida, para empezar de nuevo o reenlazarnos. Siempre tenemos la oportunidad de hacer las cosas de manera diferente o mejor”.
Gracias, papá, por tu amor y por haberme brindado todo para ser quien soy.
Si llegaste hasta aquí, gracias por leerme.
Con cariño,
Jaz






Comentarios